En EE.UU, más de 100.000 personas están esperando un trasplante de órganos que les salve la vida. Cada año fallecerán unas 7000 durante la espera.
Hace años la muerte se reconocía con facilidad, según si latía o no el corazón de una persona. Esta nítida definición quedó empañada hace ya bastantes años al lograr las técnicas médicas mantener el latido del corazón casi de modo indefinido. Conservar el aliento y el pulso no significa exactamente estar “vivo”, ¿qué calificación daremos a un paciente cuya vida depende de un respirador?
Para ello, en 1968 se reunió una comisión de expertos de la facultad de medicina de Harvard y estableció el concepto de “coma irreversible” o “muerte cerebral” como la destrucción irreparable de la corteza encefálica (sede de la consciencia, el habla, la empatía, el miedo, etc) y del tronco encefálico (responsable de la respiración y del latido cardíaco). Desde entonces los expertos y la ley están de acuerdo: una persona que haya sufrido la destrucción de la corteza y del tronco encefálico está muerta, incluso aunque su cuerpo esté caliente y sonrosado. Ese cuerpo ya no se considera una persona, sino un cadáver cuyo corazón sigue latiendo.
En la preparación del trasplante, el médico desconecta los equipos de circulación sanguínea y de respiración y espera a que el corazón cese de latir. Pero si tarda más de una hora en detenerse, se abandona el trasplante, el agotamiento de oxígeno ha deteriorado demasiado el órgano. Si tarda menos de una hora, una vez que se produce el paro cardíaco, se esperan 2 minutos para asegurarse de que el corazón no vuelve a latir espontáneamente y seguidamente se procede a la operación.
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